Hoy estaba escribiendo una historia de ciencia ficción en la que
llevo atrapado más de un año. Iba tecleando muy contento, muy animado, curiosamente
inspirado, porque esta mañana -mientras limpiaba a fondo la cafetera que me regaló
de cumpleaños mi esposa- había tenido una especie de revelación, como si una
voz del más allá me ensamblara mentalmente las piezas sueltas. Por fin creía
saber qué quería decir, ahora me faltaba solamente la parte en que uno se pone
a prueba a ver cómo es capaz de escribirlo. Pero entonces irrumpió la realidad
en medio de la escritura de ficción, quise tomar una pausa, hacerme un café,
revisar esa caja de Pandora llamada Twitter mientras ordenaba algunas ideas y
pulía ciertas frases; entonces vi en la pantalla del celular la foto de un niño
sirio ahogado en una playa turca. Venía huyendo de la guerra junto con su hermano y otros adultos, en una pobre embarcación, el mal tiempo la volcó
anoche, murieron doce, uno era él.
El horror que se desprende de la realidad es muy distinto al de la
ficción, tiene un poder insoportable para enmudecer, abofetear, paralizar y
desinflar. Hacía segundos creía saber qué quería contar, ahora estaba seguro de
no querer decir nada. Ese niño sin vida, bocabajo, ahí aplastado contra la
arena de la playa, se me había convertido en la imagen del fracaso estrepitoso
del futuro. La imagen más lejana y contradictoria a lo que todos solemos (y
queremos) imaginar que es un niño en la playa. Se me sumaba esa estampa, claro
está, a las imágenes demoledoras de los niños colombianos obligados por los miliares
venezolanos a cruzar un río fronterizo entre Colombia y Venezuela, con sus
morrales a cuesta, sus juguetes, sus cuatro cositas que habían podido salvar
antes de que les demolieran las casas. También se me sumó a otras imágenes
compartidas en las redes sociales donde unos efectivos de la Guardia Nacional
Bolivariana golpeaban con ensañamiento y paroxismo (puñetazos, patadas,
rodillazos, insultos y bofetadas de por medio) a unos chamos de Ureña que no
llegaban ni a los 13 años.
El futuro que estamos escribiendo es con F de fracaso y F de fatalidad.
Y con F de falsedad también.
Con bastante frecuencia me pregunto, porque de verdad no lo sé, no
tengo la respuesta, qué sentido tiene la publicación de una foto como esa del cadáver
del niño sirio en las costas de ese país en el que se suponía encontraría una
mejor vida. Quisiera pensar que este tipo de imágenes sensibilizan, alertan,
movilizan. Que se convierten en catalizadores para que las personas que tienen
poder real de decisión y acción acaben por hacer algo al respecto de una buena
vez. Y también el poder para que se forje verdaderamente un clima de opinión
masivo y favorable para la resolución de estos problemas que insisten en
recordarnos que el siglo XXI tiene tantísimo de barbarie.
Pero no sé, tampoco tengo la respuesta, si se trata simple y
nefastamente de una manifestación más de la espectacularización de la tragedia,
la pornografía de la muerte y la banalización del dolor. A veces llego a pensar
que, precisamente porque habitamos en el seno de una sociedad sedienta de
acontecimientos y espectáculos a raudales, donde todo está codificado como si
se tratara de una superproducción cinematográfica, quizás sólo podemos llegar a
sensibilizarnos por medio de esas imágenes contundentes, el escándalo
superlativo que tanto circula y vende, y de noticias que desvelen el horror de
la manera más cruenta para hacérnoslo estallar en la cara.
Pero la sombra de la frivolización ronda siempre. Como si todo
estuviera condenado a caer en la espiral del famoseo instantáneo y fugaz: es
famoso el que genera la noticia, famoso el que la recoge, se siente famoso el
que la difunde, la repite y la retuitea, se quiere sentir famoso el que opina
al respecto (aunque solamente haya leído titulares y visto un par de fotos, eso
le basta).
La frivolización es omnipresente en los tiempos que corren, para
lo sublime o lo patético, para lo insignificante también. Nos estamos
acostumbrando a mezclarlo todo, a saltar frenética y esquizofrénicamente de un
asunto al otro, a que el espanto y el asco se nos hagan cotidianos o incluso
necesarios. Y a que los desplazados, los refugiados, los asesinados, los
torturados y todos los que murieron por estar buscando desesperadamente otra
vida, compitan por nuestra atención en la misma categoría que las nalgas de la
Kardashian.