A veces el horror es tan grande, tan
profundo, tan descomunal que no hay palabras. Se impone el silencio o la
indignación. Porque articular una expresión que verbalice ese abismo hondo que
sentimos no es posible, no aplica, es una inutilidad o un desatino.
Creo que eso fue lo que nos pasó ayer muchos
venezolanos dentro y fuera de las fronteras. Nos quedamos en shock. Mudos.
Indignados. Presos de pánico, dolor y frustración. Tan descolocados que no
había (no hay) palabras para expresarlo. El asesinato de la actriz, modelo y ex
Miss Venezuela, Mónica Spear, junto con su marido y en presencia de su pequeña
hija de 5 años -quien resultara herida en una pierna cuando unos maleantes abalearon
el auto donde se habían quedados
accidentados- fue como una bomba de realidad, asco y miedo que nos estalló en
la cara. No significa que esta muerte pese más que las otras 25 mil que
anualmente cobra el hampa en Venezuela, no se trata de que importe más porque
se trate esta vez de una figura pública
querida dentro y fuera del país, sino que encaramos una muerte especialmente
significativa, un símbolo más del horror impronunciable al que estamos
sometidos nosotros y los nuestros en una sociedad descompuesta. Ayer el horror
que todos conocemos quedó desvelado y se proyectó con toda su pestilencia al
mundo entero. Un crimen más pero con resonancia internacional que evidencia el
espanto en el que nos hemos convertido. Que pone el dedo en la llaga por tanta
crueldad, por tanta impunidad, que señala una vez más con ahínco lo que ya sabemos:
que en Venezuela una vida vale menos que un celular, un par de zapatos, un
carro o cualquier bien material. Y que el hampa común no es otra cosa que una
política de estado, que a los encargados de la seguridad nacional no les
interesa solucionar el problema de la delincuencia, muy al contrario, la
necesitan, se trata de un negocio: ya sea por razones ideológicas o económicas
conviene tener al país decente aterrorizado mientras hay más de 15 millones de
armas circulando entre el malandraje y donde nunca escasean las municiones para
cargarlas y dispararlas. ¿De dónde viene tanto odio, tanto ensañamiento y
tantas balas? No apuntemos las acusaciones hacia las víctimas, no caigamos en
el lugar común de que fue porque se resistieron al asalto, porque no tenían
guardaespaldas o porque estaban a la hora equivocada en el lugar equivocado;
por supuesto que la culpa es de los delincuentes y de quienes tienen la
responsabilidad de ponerles coto, apresarlos, hacer que se cumplan las leyes e imponer
la justicia. Sí, es inevitable, además de lógico, considerar la inseguridad un
asunto político. Y quien se niegue a considerarlo un asunto vinculado con la
política es porque está de acuerdo con la situación. La ampara. La favorece. Se
convierte en cómplice.
Para la inmensa mayoría de los venezolanos
que vivimos fuera del país, la tragedia de Mónica Spear y su familia pone de
manifiesto un temor silencioso que llevamos atrapado entre el pecho y la
garganta todos los días: mañana nos tocará recibir la llamada fatídica que nos
avisa que esta ruleta rusa finalmente le tocó a nosotros y los nuestros. Que la
estadística está cada vez más cerca. Por ley de probabilidades falta cada vez
menos para que nos toque directamente a nuestras puertas. El gentilicio a veces
se convierte en una cruz que llevamos a cuestas, estemos donde estemos.
Algunos amigos me han reclamado que esté tan
pendiente de Venezuela; palabras más, palabras menos, que “ya tú te salvaste,
tú no estás acá, ya no vives el horror del día a día como nosotros, por lo
tanto has perdido las razones para padecerlo”. El asunto, ojalá logren
entenderlo, es que los que nos fuimos dejamos la mitad del alma en ese país.
Ese es el país en el que crecimos y nos formamos, allí están nuestros padres,
nuestros hermanos, sobrinos, familiares directos e indirectos, los amigos de
toda la vida (esa familia que se escoge a lo largo de la existencia). Cada vez que
leemos noticias de Venezuela se nos anuda el alma. Cada vez que hablamos con
nuestra gente nos gana la náusea. Cada vez que vamos al mercado y lanzamos al
carrito de la compra el papel higiénico, las medicinas, la harina pan, la
leche, el pollo y los huevos, nos acordamos de que los nuestros no tienen o no
pueden. Y les juro que dan unas ganas prodigiosas de teletransportarse a casa,
abrazado ridículamente de esos rollos de papel tualé, para llevarle una porción
de dignidad a nuestra gente.
Nostalgia es una palabra que etimológicamente
proviene de nostos (regreso) y algos (dolor). Es el dolor causado por el pasado
que vuelve, la añoranza por el hogar dejado atrás. Ya lo decía el poeta Ralph Waldo
Emerson: Cada palabra alguna vez fue un poema. Yo no soy poeta, no tengo ese
vuelo lírico en el verbo, no soy un mago de palabras, pero estoy convencido de
que esa definición de nostalgia a los venezolanos se nos queda corta hoy día.
No sólo es un dolor del pasado que vuelve, sino que también es el dolor que
emana de la angustia del presente abominable y el dolor que se desprende del
vértigo por el futuro que nos ha sido secuestrado (o, más bien, por la ausencia
de futuro). Debería acuñarse un término que sumara esos tres dolores, que
lograra encapsular en letras ese sentimiento de nostalgia repotenciada y atroz.
Hay una película monumental de Claude
Lanzmann, Shoah (1985), una obra enorme no sólo por las nueve horas y media que
dura sino, sobre todo, por su contenido. Es el cuento mil veces contado del
holocausto judío pero contado con maestría por Lanzmann como si fuera la
primera vez. Utiliza en esos 566 minutos apenas un plano de material de
archivo, de resto son puras entrevistas con ancianos que sobrevivieron a los
campos de concentración y también con nazis que estuvieron presentes en los
campos de exterminio. Hay una secuencia en Shoah que no deja de rondarme, que
me visita una y otra vez, es la de un viejo judío que da su entrevista al
cineasta mientras le cortan el pelo en una barbería de Israel. Lo que vemos del
anciano es su rostro reflejado en el espejo mientras el barbero le echa tijera.
Lanzmann le pide que recuerde ese instante en el que, siendo un niño, los
militares nazis lo apartan de su madre y de su hermana, es la última imagen que
tendrá de ellas en la vida. El viejo se queda con la mirada clavada en el
reflejo. Hace el intento de responder. Traga saliva. Se le frunce el entrecejo.
Balbucea algo inentendible. Se pasa la lengua por los labios. Cierra los ojos.
Toma impulso. Se frena. No sé cuántos minutos dura ese plano, son muchos, y se
sienten como horas. Es evidente que dentro de la cabeza de ese pobre hombre hay
un universo de dolor, con sus millones de muertos, con las innumerables violaciones,
con los millares de abusos, con todas las humillaciones, con todas las cámaras
de gas, todos los gritos, lágrimas y estallidos de la Segunda Guerra Mundial. Y
al final, luego de esa pausa frente al espejo del barbero, el tipo sólo es
capaz de responder un “No sé…”
Cada mañana, después de una caminata larga
que me doy por los alrededores de casa, acabo metido en una iglesia de los
Agustinos que queda a pocas cuadras. Allí hay un altar dedicado a la Virgen de
Guadalupe. Me siento frente a ella y le hablo mentalmente como quien se dirige
a una madre o una abuela. Leo siempre la oración que tiene a un costado, allí
hay una frase que dice “Protege y bendice a tu nación mexicana”. Y yo siempre
le agrego “Y a Venezuela, Lupita, ¡Coño, no te olvides de Venezuela!”. Sí, así
con el “coño”. Ella sabrá entender.