viernes, 12 de diciembre de 2008

Oxímoron


Oxímoron: Combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido; p. ej., un silencio atronador. El término oxímoron es una palabra compuesta, un helenismo inventado en el Siglo XVIII que une los lexemas οξύς (oxýs: ‘agudo, punzante’) y μωρός (morós: ‘fofo, tonto’).

Oxímoron es una palabra extraña, rara por los cuatro costados. Es un injerto creado en los laboratorios de la lengua, un cruce forzado de manera que pareciera un animalito similar a tantos otros de origen griego o latino. Es raro también en su plural -que permanece idéntico al singular-, los oxímoron (aunque se ha llegado a aceptar en castellano “Los oxímoros” pero se sugiere respetar a los oxímoron que son más correctos). Resulta curioso que se acepta además cambiarle la tilde de sílaba, así que si algún día tiene la remota posibilidad de escribir una nota a su pareja donde aparezca la palabra “oximóron” (con la tilde en la segunda “o”) si ella no es tan purista se lo dejará pasar.

Raro es también el concepto que encierra el oxímoron, esa contradicción en el mismo término, esa paradoja minimalista y absoluta. El profesor Luis Sabater, quien desde hace años lleva a cabo un concurso de creatividad en la Universidad Simón Bolívar donde sus alumnos asumen retos al estilo de “cómo lanzar un huevo crudo desde un puente de 20 metros de altura sin que se rompa en la caída” me dijo una vez que los inventos más sorprendentes que conocía terminaban siendo la consecuencia de una estupidez genial. Una cosa que se cae de madura, una bobería que estaba allí de anteojitos pero que nadie la había visto, de pronto surge y uno dice: “claro, era una bobería pero por qué no se me habrá ocurrido a mí”.

Estupidez genial es un oxímoron prodigioso. Porque lo más raro de los oxímoron es que sean buenos, buenos de verdad. Porque hay muchísimo oxímoron chimbo, oxímoron deplorables, oxímoron lastimosos, oxímoron cursis, intolerables. Los oxímoron buenos de verdad, acaban siendo poesías, resultan en metáforas mínimas que abarcan un mundo entero. Como si en ese chirrido entre las dos palabras que se acompañan a la vez que se contraponen se creara un pequeño universo. Como si se pudiera armar un haiku pero que en vez de unos pocos versos diminutos lo reduzcamos todo a solo dos palabras cruciales.

Por ejemplo, Góngora decía: “Y mientras con gentil descortesía / mueve el viento la hebra voladora”. O Quevedo que escribió: “Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente”. Y Baudelaire hablaba de “Placeres espantosos y dulzuras horrendas”. Esos son oxímoron de verdad.

Ahora vamos con un oxímoron lamentable, contemporáneo, acuñado en casa: “juventud chavista”. Hoy los veía (carpa armada en medio de la plaza, equipo de sonido a todo vatio, uniformes rojos “UH, AH, CHÁVEZ NO SE VA” y protección policial incluidos) recogiendo firmas a favor de la enmienda constitucional que aprobaría la reelección indefinida de Chávez. No me cabe en la cabeza la grotesca paradoja de una juventud reconciliada con el stablishment. Una juventud partidaria del aparato del poder. Una juventud que ha crecido durante 10 años de malgobierno y desgobierno y que no le sacude el aguijonazo de la insatisfacción, no se rebela, no ha desarrollado el suficiente pensamiento crítico como para decir “yo no puedo apoyar esto, aquí yo me abro”. Una juventud que está a gusto con las cosas tal como están. Y además quieren más de lo mismo indefinidamente, perpetuamente, vitaliciamente.

Yo no sé qué cosa exactamente es la juventud, no sé cuándo comienza ni cuándo se acaba, lo único que sé es que se asocia necesaria y esencialmente con la rebeldía, con unas ganas irreprimibles de protestar porque las cosas no están bien y van hacia peor, unas ganas irrefrenables de cambiar el mundo, de construir otro propio más justo y mejor. La juventud se tiene que identificar necesariamente con la contracultura, con la búsqueda de alternativas, con la experimentación y el cambio. Quizás la juventud se acaba justo en ese instante en que uno se siente acomodado en la vida, a gusto, tranquilito con absolutamente todo el desmadre circundante y sin ganas de mover un dedo para cambiar nada. Uno debe estar decrépito y desahuciado cuando dice: “yo quiero esto, y sólo más de esto, hasta el dos mil siempre”. Eso lo podría entender en alguien a quien la vida le sabe a poco, o en alguien a quien el resentimiento y el odio le nubló las entendederas, alguien que no ha recibido ni un cariñito en ninguno de los ámbitos de su vida y por esa razón Chávez es su todo: su novio, su padre, su religión, su objeto del deseo, su norte, su piso, su razón de existencia, su aliento. Pero en un joven nunca. El joven, por antonomasia, tiene demasiada vida por delante y demasiada energía como para resignarse a llenar todos esos espacios con una sola y miserable cosita.

Ante el panorama que se abre aquí y ahora, asumirse como joven chavista (así, conforme con el uniforme y complacido con la idea llevarlo puesto para siempre a las órdenes del mismo jefe) es digno del mismo escepticismo con el que uno debería ver a alguien se declare como ateo papista o caraquista magallanero o libre pensador nacionalista o hippie punk o vanguardista reaccionario.

Cuando comencé la carrera de Comunicación Social tenía un amigo que se asumía como militante de AD en plena década de los 90. Y nos reíamos muchísimo de él y con él, porque tenía que ser el único acciondemócrata menor a 21 años del mundo. Ser joven y adeco en esos tiempos era una aberración, un oxímoron lamentable.

Quizá a la llamada juventud chavista nadie les ha querido explicar (cuidado, no sea cosa que se les potencie la duda y el pensamiento crítico) que la vida es un juego de contrates, un trayecto minado de paradojas, un carnaval de oxímoron donde los que más abundan son los infelices y los mediocres: los oxímoron chimbos; así que uno tiene que ir cultivando el buen gusto, pescando los buenos buenos y refugiarse en ellos.

Cuando consideres que conseguiste suficientes, que estás satisfecho y que te durarán para siempre, vete despidiendo; estás demasiado viejo.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Aguacate



Mi amigo el Palillo pasó unos 10 años intentando hacerse ingeniero de la Universidad Simón Bolívar. Lo logró finalmente (o eso nos ha hecho creer) y hoy día es padre de dos niños hermosos, amante esposo y un profesional de primera. Pero lo más importante que hizo el Palillo en esos 10 años de ingeniería -donde verdaderamente mejor supo aplicar todas las derivadas, integrales y los límites que tienden al infinito que le intentaron inculcar durante esos dos lustros- fue una cosa llamada La máquina.


La máquina consistía en una ancha manguera con capacidad para tres tercios de cerveza Polar (es decir: un litro de batido de cebada) que terminaba en un embudo. Justo antes del embudo el Palillo diseñó y acopló una llave de paso. Las instrucciones para utilizar la máquina eran las siguientes: el bebedor se ponía de rodillas en el suelo con el embudo encajado casi hasta la garganta, un amable asistente vaciaba cuidadosamente desde las alturas el contenido de tres botellas de cerveza de 330 ml por la abertura superior de la manguera y cuando el bebedor estaba listo hacía girar la llave de paso y se tragaba de un solo golpe el litro de cerveza. Cuando el bebedor se reincorporaba descubría que se había convertido en pocos segundos en la versión trapito de sí mismo.


Palillo, para explicarnos bien cómo se debía utilizar la máquina en ilustrativas lecciones prácticas, decidió hacernos una demostración que acabó repitiendo 9 veces. Nueve veces se arrodilló y nueve veces activó la llave de paso y al final de la noche se había tragado nueve litros de cerveza (27 botellas de Polar de tercio). Despeinado y con cara de boxeador decidió, luego de culminar la gesta, que se iba a ir a su casa conduciendo su Fiat Uno azul.


Entonces yo, muchacho juicioso que apenas se había tomado 3 (quizás 4) de las máquinas del Palillo, le dijo: “Chamo, estás demasiado borracho. Ni de vaina te vamos a dejar que te vayas manejando en ese estado”. Y entonces me inmolé en nombre de la amistad –porque la verdad es que la fiesta podía seguir perfectamente sin el Palillo, siempre y cuando nos dejara La máquina-, deposité al Palillo de Trapo (y depositar no es una metáfora) en el asiento del copiloto de mi Chevette y lo llevé hasta su hogar. La última imagen que tengo es la del Palillo parado de forma muy extraña y en precario equilibrio frente al portón de su casa intentando hacer encajar la llave en la cerradura. Y aquí yo salgo del cuento, el resto me lo cuenta el propio Palillo.


Dice el Palillo que cuando por fin logró hacer encajar esa endemoniada cosita dentada en la cerradura entró a su casa y se fue directo a la cocina. Estaba muerto de hambre pues no había comido nada desde el almuerzo y lo único que tenía entre pecho y espalda eran los 27 tercios de cerveza. Entonces abrió la nevera y lo vio allí, solitario, iluminado en el centro del frío, como si fuera el único futbolista en el círculo central de un estadio. Un aguacate enorme, recontraverde, lisito, como de 2 kilos. Se armó de una cuchara y del salero y se metió aquel aguacate entero hasta que dejó sólo la pepa reluciente. Satisfecho por su doble proeza (el record absoluto de 9 máquinas más la aniquilación del aguacate de 2 kilos) y con la barriga pidiéndole unos pantalones talla 46, se dijo “ahora sí que estoy listo para acostarme a dormir”.


Y entonces el Palillo ha acuñado una frase para la historia: “Y aquí yo salgo del cuento, el resto me lo cuenta mi mamá”.


Resulta que el tipo se desviste, se acuesta en su camita y se arropa hasta el cuello. Qué rico, buenas noches, será hasta mañana. Eso sí, siente en medio de un sueño extraño que algo le recorre desde las tripas hasta la boca. Que algo se agita allá adentro estremeciéndolo desde la punta del pie hasta el último pelo. Y cuando por fin abre los ojos se da cuenta de que todo, absolutamente todo en su cuarto es verde. Las sábanas, las repisas de los libros, el suelo, las paredes. Todo es verde aguacate. Y su mamá –una de las damas más dignas y decentes que hayamos conocido jamás- está de pie en el umbral de la puerta con cara de pánico diciéndole: “Andrés, hijo mío, qué te pasa”. Y el Palillo le respondía como Linda Blair en El Exorcista, expulsando chorros verdes a propulsión por la boca, y además tenía la cachaza de gritarle: “¡Tú lo que estás es loca! ¡Tú estás soyada!”.


La madre del Palillo asegura que su hijo estuvo poseído lanzando chorros esmeralda por la boca y diciéndole que ella era loca hasta que de pronto él solito volvió en sí, le cambió la mirada, dio un vistazo a su habitación barnizada de verde, se limpio con el dorso de la mano la baba y dijo: “Coño, mamá, ¿qué me pasó?”. Salió corriendo y se encerró en el baño a liberar el estómago de los residuos de pasta de aguacate con cebada que no había utilizado en la redecoración de su cuarto.


Este cuento de La máquina y el aguacate tiene dos moralejas: 1) Que comerse dos kilos de aguacate con 27 cervezas es una experiencia similar a la de ser poseído por un demonio. 2) Que es sencillamente una belleza que siempre haya alguien que cuente lo que te pasó cuando ya uno no está.


viernes, 14 de noviembre de 2008

Teresa Carreño, 9:27 AM


Tengo cinco minutos para llegar hasta la Galería de Arte Nacional donde me están esperando; apuro el paso por el estacionamiento del Teresa Carreño y decido subir por las escaleras cercanas a la entrada del cafetín del teatro. Recuerdo que allí hay unos baños (mejor aprovecho que luego no sé cuándo pueda ir), giro a la derecha y me lanzo por el pasillo hacia los lavabos. Mi amigo Fedosy Santaella sostiene que en el pasillo que une al Ateneo de Caracas con el café Rajatabla hay una máquina del tiempo que se descompuso hace años y no tiene ni tendrá compón. En el pasillo que lleva a los baños del Teresa Carreño hay otra, parecida pero distinta, igual de máquina del tiempo e igual de descompuesta sin posibilidad de reparo.

Me adelanto a una compañía entera de bailarines que en zapatillas y mallas platinadas llenan el suelo de reflejos y al aire de un trinar como de periquitos en bandada. Me complace encontrar el último de los urinarios, el que está casi escondido contra el rincón, vacío. Mientras me lavo las manos soy testigo involuntario de una discusión entre bailarines donde un tercero tiene el tupé de opinar y echarle leña al fuego.

Salgo del baño y miro al reloj, faltan tres minutos para las 9.30. Cruzo frente a una puerta abierta donde una mujer de largas uñas rojas y pelo laqueado me observa desde atrás de un escritorio. Tiene cara de regaño, de que hice o estoy haciendo algo que no debía ser. Miro con mal disimulo hacia cualquier parte y escucho que me grita: Adiós, antipático, si quieres saludas.

Estoy a punto de volver sobre mis pasos, pero el tímido incorregible que me habita decide que eso no fue conmigo, que tiene que ser con alguien que viene más atrás. Volteo y efectivamente me sigue a pocos metros un gordito canoso y pelón. Ah, debe ser este el antipático que no saluda, menos mal. Y entonces sobreviene la tragedia.

-¿Y a mí tampoco me vas a saludar?- me dice el tipo. Se acerca y me clava dos sonoros besos en cada mejilla. Dos besos que retumban en todo el estacionamiento y rebotan contra las columnas multiplicando el eco. -¿Cómo te ha ido, mijo?

Yo hago un ejercicio titánico e instantáneo de cirugía reconstructiva –como diría mi padre- quitándole al tipo 20 kilos, restándole 15 años, injertándole cabello oscuro, quitándole arrugas de la cara, cambiándole los lentes y rebajándole papada. Conclusión: Mierda, quién coño será este pana.

-Bien y tú…-tartamudeo. Y pienso que la última vez que un extraño me saludó así de la nada fue para preguntarme si me podía oler los pies.
-Estás como perdido, dichosos los ojos que te ven –dice el gordito, me mira y pestañea más de la cuenta.
-Sí, vale, es que he tenido mucho trabajo y a uno ni ganas de salir le quedan –respondo con cara de estar sacando la cuenta mental de cuánto es 167 entre 13, 2.
-Pero mira, si hasta el acento se te ha pegado. Cualquiera juraría que eres de aquí.

Me quedo con la misma cara de antes pero ahora la división me la metieron dentro de una raíz cúbica y unos corchetes de elevado a la 9.

-¿Qué acento, pana?
- Che, pibe, y cuándo te volvés a La Argggggentina- me dice el tipo con una imitación de acento porteño francamente deplorable. La peor que uno pueda haber escuchado en la vida
-…¿A Argentina?
- ¿Loco, te nos escapás o te quedás a vivir en Caracas?- sigue el gordito y hace un gesto de querer tocarme la barriga con el índice. Lo esquivo como quien le huye a la brasa de un cigarro, ni me roza.

Estoy tan confundido que no me sale palabra. Como si algo me hubiera sacado de sitio y ahora estuviera viviendo a dos milímetros de mí mismo. Lo único que se me ocurriría es decirle: “Basta con lo del acento, estás haciendo este momento, además de raro, muy desagradable”. Pero me callo, sonrío al infinito y miro al techo que seguro hay una cámara de video y en cualquier momento alguien me va a decir: saluda a la cámara secreta esto es una joda. Pero no, no hay.

-Bueno, odioso, me voy que tengo mi clase a las 9.30. Te veo más tarde- se va el gordito taconeando aunque sin tacones, con aires de diva ofendida.
-Ojalá que no. Por favor, no- susurro. Y corro, literalmente, corro escaleras arriba.

Llego jadeando a las puertas de la Galería de Arte Nacional, aún no llega mi colega con quien me debía encontrar. Miro al reloj y siguen siendo las 9.27. Faltan tres minutos. Espero con la vista clavada en el piso, no sea cosa que si la levanto me descubra a mí mismo comprando a un buhonero una franela del Che.

El mundo es un lugar extraño. Y está habitado por una gente rarísima.

martes, 4 de noviembre de 2008

El silencio de Godfrey Reggio



Dicen que Godfrey Reggio se pasó 14 años sin hablar. Que a los 14 decidió hacerse monje, hizo votos de silencio y no volvió a emitir palabra hasta los 28. A los 28 sí que habló, pero lo que dijo no sale en ninguna parte. Lo que sabemos es que abandonó el templo, aterrizó sus ideas en blanco y negro, las metió en una carpeta y se fue con ella bajo el brazo a tocarle la puerta a unos tales Francis Ford Coppola y Geroge Lucas. Les habrá dicho, palabras más palabras menos –ya sabemos que el hombre tiende a la economía verbal-: Tengo una película donde nadie habla, la música va a ser de Philip Glass –que espero que acepte pues no he hablado con él-, me voy a recorrer millares de kilómetros buscando los planos y voy a tardar siete años haciéndola ¿Será que me la financian?

Y sí, le dijeron que sí.

Esa película se llamó Koyaanisqatsi (sí, ya sé, uno puede pasarse los mismos siete años aprendiéndose sólo el nombre de memoria), vocablo que en la lengua de los aborígenes hopi norteamericanos significa vida fuera de equilibrio, vida en turbulencia, vida en guerra. Una vida que clama por otro estado de vida. Koyaanisqatsi es una pieza extraña y conmovedora que algunos aventuran encasillar dentro del DocuArte (que es como decir PerroCanino). En fin, una sinfonía audiovisual hermosa y perturbadora donde durante más de cien minutos lo único que escuchamos (y vaya que es bastante, mucho más que suficiente) es la música de Philip Glass.

Una década después Reggio terminó la segunda entrega de la trilogía Qatsi, le llamó Powaqqatsi (vida en transformación); pero también es el nombre que los hopi dan al hechicero que roba energía a los seres vivientes de su entorno a cambio de poco o nada. Esta vez Reggio se recorrió 12 países, se llegó hasta el fin del mundo y quiso dar testimonio de las nuevas metrópolis creadas en esos mismos lugares donde hace apenas unos años tenían sus territorios las tribus que vivían en perfecta armonía con la naturaleza. Un canto angustiado por la globalización de la economía, el mercado y la tecnología: la aldea global que se consuma -y se consume- en una llamarada tóxica.

Finalmente la trilogía se cerró con Naqoyqatsi (2003), término hopi para hablar de la vida en guerra, pero también de la guerra de todas las guerras, del Apocalipsis. El hechicero ha llegado tan lejos que ya no hay vuelta atrás, el mundo agotado y herido no puede más que reventar con furia en un zarpazo. Dos años después de su estreno Katrina le borraba más de la mitad de la cara a New Orleáns, la ciudad natal de Godfrey Reggio.

Y él habrá pensado, aún con más razón que la mayoría: tanto que se los advertí.

Conocí una vez a alguien que se fue a Kampuchea a trabajar de voluntario con unos monjes. Aceptaban a extranjeros de otras religiones, sólo exigían votos de silencio y pobreza. Me contaba que las primeras dos semanas todo bien. Mucha introspección, mucho de ver el mundo como si fuera la primera vez que uno se asomara, mucho recogimiento, paz, oración y balance personal. A la tercera semana comenzó por las noches a escucharse el corazón latiendo. A la cuarta se sumaba al tambor del pecho un redoble de sangre palpitándole en las sienes. No pegó ojo durante semanas. Y entonces se sintió como el protagonista de Corazón delator, el cuento de Poe donde el corazón de la víctima no cesa de atormentar al asesino hasta que este confiesa el crimen.

Hay que pensar en el silencio de Godfrey Reggio: 14 años de mudez autoimpuesta. Todas las palabras ahorradas durante más de 5 mil días. Todas las ideas que fluyeron en más de 120 mil horas. Qué habrá escuchado de su corazón latiendo de 50 a 100 veces por minuto durante casi 7, 3 millones de minutos. Y cuántos le habrá dedicado a decidir exactamente qué carajos les iba a decir a Coppola y a Lucas algún día, cuando se saliera del claustro, abriera la boca y comenzara a hacer su cine libre de palabras.

jueves, 23 de octubre de 2008

El tío

Esto no es una pipa de Magritte


Esas franelas eran blancas y decían SupleMin en letras azules. Entre el Suple y el Min había una cabeza de vaca con dos cachos largos que se arqueaban sobre las letras azules. En un equipo estaban Pedro Pablo y Eduardo, en el otro José Agustín y yo. A mí no me tocó franela porque me quedaba demasiado grande, era casi como andar en falda, y tampoco tocaba la pelota porque era muy pequeño y los balonazos me derribaban o me mordían, pero me bastaba con escuchar el eco de los rebotes encerrado y multiplicado entre aquellas paredes del galpón, con ese sonido placentero me daba por servido.

Afuera las muchachas se bañaban en la piscina, gritaban y se reían. Hacían un ruido incontrolable como de loras carcajeándose que sacaba de quicio a papá: “Dejen la grisapa, chica”, gritaba cada media hora. Y nosotros todavía decimos “grisapa”, aunque grisapa no aparece en ningún diccionario y tampoco nadie más la dice ni sabe lo que quiere decir. Por momentos me daban ganas de dejar el fútbol e ir con ellas a unirme a la grisapa, pero todavía estaba bravo con Amanda, y ella conmigo. No debí hacerlo, lo sé, pero es que me tenía harto y me dieron ganas de golpearla y tenía el martillo en la mano. Sangró un poco, gritó mucho, salió corriendo directo a acusarme con Tita, y Tita le respondió: “¿Te metió José Santos un martillazo en la cabeza? ¡Pues bien hecho, carajo, así lo tendrías!”.

Esa misma mañana temprano se había lanzado a la piscina un cangrejo de río y a todos nos dio asco. El asco y el miedo se parecen un montón, pero a veces llamarlo asco es más elegante y lo deja a uno mejor parado. Nadie se bañó por asco al cangrejo. Nadie, hasta después del desayuno, entonces estaba todo tan caliente y hacía tanto sol y las cosas respiraban ese vapor hirviente, todo lo respiraba menos la piscina que era lo único fresco en kilómetros a la redonda. Así que para las 10 ya nadie le tenía más asco al cangrejo. Otro día se había bañado allí también una iguana, era enorme, con cresta a púas, tenía aros negros en la cola y el que trabajaba en la casa nos dijo que mejor dejarla tranquila porque te daba unos latigazos con esa cola que no se te curan nunca. A la iguana no le teníamos asco, le teníamos miedo.

Cerca del borde de la piscina crecían árboles de tapara cuyos frutos verdes están seguro entre los verdes más bonitos y amables de toda escala cromática jamás. En la cocina, a mil grados centígrados y con la emoción de estarse jugando la final de un mundial, mi tío cocinaba sin mezquindades el almuerzo: ollas mondongueras rebosantes de pasta, pasta como para alimentar al barrio entero, tomaba impulso y le daba toques secretos a su receta personal de salsa con hongos, decenas de alcachofas, kilos de carne molida. Papá hablaba en la sala y la gente lo escuchaba, reían, se quedaban abismados aunque el cuento lo hubiera echado ya mil veces, papá siempre daba un giro de tuerca, metía un color que antes no estaba, acompañaba al personaje con un tic ensayado a solas quién sabe cuándo. La misma historia pero distinta. Lo que no cambiaba nunca era la mirada de mamá. Lo seguía viendo y escuchando con la misma fascinación de aquella época antes de todos, la época de esos mitos familiares en que él le dejaba notas de amor y poemas dobladitos sobre el escritorio. Hasta que mamá cayó, le agradeció el gesto y gracias a eso yo puedo echarles este cuento.

Muchos años después supe en clases de Teoría de la Comunicación de un tal Ferdinand de Saussure, a quien recuerdo mucho peor que todo lo demás (gracias a Dios). Saussure decía, en resumidas cuentas, que cuando uno escucha la palabra perro se le forma una imagen mental de ese perro. Y el perro mío no es exactamente el mismo que el tuyo, ni el de ella, ni el de aquél señor. Todos más o menos imaginan un perro que es su propio perro particular (si usted al visualizar el concepto perro se le arma un gato, usted tiene una idea muy singular de lo que es un perro o usted no tiene la somera idea de lo que un perro es). Y si algún día le haces la prueba a alguien de cómo es ese perro te describirá un afgano, el de más allá un boxer, ella un pequinés, el otro un labrador. Para mí el perro es callejero, marrón y está pintado sobre hoja blanca con trazo infantil. Mi perro me da un poco de vergüenza, es el perro de alguien que nunca maduró. Me consuela pensar que eso lo hace más mío. La palabra pipa no viene sola, viene acompañada de la boca que la fuma y sobre esa boca hay un bigote. La palabra cigarro también viene en la misma boca pero con el plano más abierto, es un cigarro prendido y quien se lo fuma se lo está gozando. Sí, en “cigarro” se le ve la cara al fumador. Y la palabra tío, la que a mí se me pinta en la mente cada vez que alguien me dice “yo tengo un tío”, es el mismo bigotudo fumador que prepara salsa para pasta. Es curioso esto de cómo funciona la mente, porque en lo más hondo el tío con el que más afinidad he tenido, sin decírselo jamás, es otro, mi tío Pedro.

Curioso también es que para mí la palabra charlatán siempre se me dibujaba con una Ch inmensa plateada sobre fondo brillante blanco. Pero como a los 25 conocí a un jefe que me modificó el concepto. Ahora cuando alguien dice que fulano es un charlatán yo pienso en ese jefe y en el fondo de mi cerebro se dispara inevitablemente un susurro “¡el coño de su madre, ese carajo!”.

Ah, para cerrar capítulo, he de agregar que la palabra “anfitrión” también tiene la misma cara de fumador bigotudo. Cuando se trata del femenino “anfitriona” -o de esa peculiar palabra que uno casi ni usa que se pronuncia “espléndida”- se me viene inmediatamente a la cabeza la imagen de la esposa del bigotón, mi tía Matilde, a quien papá alguna vez bautizó como Mapanare (la serpiente más venenosa del llano venezolano). Por culpa de papá a mi cada vez que me nombran una mapanare no veo una culebra, me da risa y también un fogonazo de nostalgia. Quién diría que “mapanare”, “anfitriona” y “espléndida” resultan palabras tan parecidas. Al final siempre es ella, sonriente, con las manos entrelazadas sobre el regazo, fumándose pasivamente los cigarrillos que no probó jamás.

Sigue rebotando sin que yo ose tocarla la pelota en el galpón de SupleMin, la fábrica que no resultó, el negocio que no fue, y sin embargo el tío no pierde la sonrisa. “Qué importa, si igual nos quedan las franelas y el espacio para que jueguen los niños”, qué maravilla poder ver los tropiezos con ese ánimo. Las muchachas gritan afuera en su peculiar grisapa que tantas ganas dan de dejarlo todo y unírseles. La iguana toma sol cerca de la piscina, el cangrejo ya ni porta, las taparas son más verdes que jamás. Papá sigue conversando y la gente lo escucha como si el mundo se hubiera borrado y lo único que existe en este instante es ese cuentote imposible sazonado con el olor de la salsa para la pasta. Hace hambre.

Hace unos días murió José Agustín Catalá, mi tío Catire. Sí, claro, el mismo bigotudo que siempre estuvo de fondo en todos y cada uno de los cuadros absurdos que esbocé. Una especie de supérheroe silencioso, risueño y fumador al que bautizaremos en secreto SupleMin. Me deja su muerte un sentimiento extraño que no sentía desde hace quince años cuando murió mi viejo, esa particular convicción de que un pedazo de universo importantísimo ya no puede ser nombrado ni concebido. O quizás sí -con el tiempo se podrá, me imagino- pero ahora sin él, curiosamente, todo ese trozo de mundo comenzará a ser, de a ahora en adelante, a la vez igual pero distinto.

viernes, 10 de octubre de 2008

La división de Ian Curtis



El director de videoclips Anton Corbijn -gran responsable de la estética que acompañó a bandas como Depeche Mode, Joy Division y los tempranos U2- se ha tomado el detallazo de regalar una película tan demoledora como necesaria para la humanidad: Control, la vida de Ian Curtis (2007), inspirada en el libro de Deborah Curtis, viuda del mítico cantante de los Joy Division y madre de su única hija.

Uno debería aprender, aunque tarde en aprenderlo la vida entera, que una cosa es el artista y otra es la persona de carne y hueso que porta y padece la genialidad. A veces adoramos la obra artística de alguien y luego al conocerle en persona lo encontramos decepcionante o impresentable. Anton Corbijn, como si fuera un dedicado astrónomo, se encarga de enfocarnos bien en su telescopio a la estrella escondida para luego descubrirnos también las nebulosas y los agujeros negros que la circundan y que inevitablemente acabarán por tragársela.

Ian Curtis era un joven introvertido de la clase media de Manchester, adicto a la música de David Bowie, Lou Reed e Iggy Pop, hincha del Manchester City (no del Manchester United, no del temible equipo ganador y rico de los diablos rojos sino del otro equipo de la ciudad, el humilde que viste de celeste y al que ya casi ningún niño inglés le quiere ir porque es como si un niño madrileño prefiriera al Rayo Vallecano por encima del Real Madrid). No era más que un típico joven de la clase trabajadora con dotes de poeta que un día decide hacerse el cantante de una banda sin mucho futuro a cuyos miembros conoce en un concierto de los Sex Pistols. Los Joy Division tomaron el nombre de una espantosa idea surgida del cerebro de los capos de la élite Nazi: crear un ejército de niños soldados alemanes para que se encargaran de lidiar con los niños judíos, lo mismo que hacían los adultos pero a escala, a esa brigada la bautizaron con el patético nombre de “La división alegría”.

Ian, a los 19, se casa con su noviecita Deborah de 18, y durante los primeros meses de matrimonio se va haciendo un nombre en la escena musical subterránea de finales de los 70. Y para 1979 eran ya papás de una nena a la que llamaron Nathalie. Hasta allí todo bien, el auge de una estrella que se lanza a vivir sus sueños y poco a poco los va alcanzando; pero ahora vamos con la otra mitad.

Dos cosas caracterizaron a Ian Curtis y lograron convertir a “La división alegría” (la de Manchester, claro, no la nazi) en un fenómeno de culto instantáneo: esas letras angustiosísimas cantadas por la voz robótica y nasal del vocalista y su baile epiléptico que a todos les parecía tan gracioso y tan apetecible de imitar. Lo que no se sabía era que el curioso baile epiléptico de Curtis no era una excentricidad, no era un asunto de mero estilo, sino que Ian Curtis realmente era epiléptico y cierto día cuando es testigo accidental de las convulsiones de otra mujer epiléptica se reconoce. Allí se da de bruces con el vértigo de verse reflejado en otro por dentro y por fuera, ese instante cambió al hombre y cambió al artista.



Se dice que Ian Curtis fue recetado para la epilepsia con al menos 5 fármacos distintos, en simultáneo, y cada uno de ellos tenía al menos 6 efectos colaterales de cuidado: alucinaciones, depresión, mareos, duplicación de los objetos en la visión, jaquecas, náuseas, somnolencia, dolencias gástricas, entre otros. Ah, y cuidado con el alcohol que en combinación con cualquiera de estas drogas lícitas resulta fatal. Muy importante, sobre todo cuando se es músico de una banda que está despegando como un cohete y cuando tu vida de hombre hogareño, amable esposo y padre ejemplar de una bebita de meses está cayéndose a trompada limpia con el rockstar oscuro y siniestro que ameritaba tener al frente Joy Division. Lo del Doctor Jeckyll y Mr Hide es mucho más que una metáfora, habitan por allí, existen, en todos, en uno. Pero en algunos más que en otros.

Ian se lanzó lleno de remordimiento y de dolor a vivir lo que le tocaba, una doble vida, una existencia escindida en dos mitades irreconciliables. Se enamoró a los 20 años de Annik, una periodista belga con la que se veía en las giras y que era la chica perfecta para acompañarse y para lucirse en esos escenarios, pero cuando regresaba con su maleta a cuestas a su casita en los suburbios de Manchester se moría de culpa al ver a su esposa y a su niña que lo recibían llenos de compota y papilla con los brazos abiertos. Allí se desmoronaba el hombre, se metía sus 6 pastillas temiendo un ataque de epilepsia y las pasaba con varias pintas de cerveza o con un litro de escocés.

Asegura la mujer de Ian Curtis en su libro que aquel nefasto día él había ido a casa para jurarle que dejaba la banda, que se retiraba, que había terminado su vida paralela con Annik, que quería ser un buen padre y que por favor lo aceptara como esposo de nuevo en su hogar. Pero para la mujer dolida la petición estaba fuera de lugar, ya es tarde, no te puedo perdonar, mejor recoges tus cosas y te vas. Esa noche Ian escribió su carta de despedida.

El 18 de mayo de 1980 se ahorcó en su cocina Ian Curtis, tenía 23 años.

Algunos aseguran que fue la depresión, que fueron los fármacos combinados con el whisky, que seguro fue el miedo a la enfermedad. No sé, pareciera que lo que de verdad lo mató fue algo aún más cruel que todo aquello, fue la culpa. En fin, algo mágico tenía que tener ese muchachito rimbaudiano para que lo estemos recordando y escuchando tanto 28 años después.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Gary Numan, el futuro que no nos tocó


Yo conocí a Gary Numan por los mismos tiempos en que me crucé con Klaus Nomi. Los dos me fascinaron y me aterrorizaron con idéntica intensidad aunque por razones distintas. Nomi venía del espacio exterior para salvar a la raza humana; Numan no, Numan venía del futuro. Un futuro increíblemente seductor a la vez que poderosamente siniestro.

La primera vez que vi a Gary Numan pensé que se trataba de un personaje escapado de una trama paralela de Encuentros cercanos del tercer tipo (la mejor y más digna película que haya hecho un tal Steven Spielberg). Quizás fuera algo en la melodía, en la secuencia de notas, un no sé qué familiar en ese piano cargado de estática, definitivamente mucho fue culpa de las luces de colores que se van encendiendo en la medida en que suenan los tonos. Yo era en esa época un fanático absoluto del puré de papas, pero no porque me gustara el sabor ni porque mis padres lo consideraran especialmente nutritivo, sino porque yo también quería hacer montañas truncadas de puré e imaginar que allí mismo, a escala, en la parte de atrás aterrizaban naves y nos comunicábamos con extraterrestres a fuerza de músicas y luces de colores.

La primera vez que vi a Gary Numan deslizarse en su carrito eléctrico desde debajo del escenario me quedé tan atónito como ése público que se mantiene petrificado durante 5 minutos en ese documento maravilloso llamado Urgh A Music War. Fíjense bien, cuando se abre el encuadre frontal del escenario en un gran plano general, verán unas cabezas inmóviles a contraluz que parecen recortadas de una superficie de cartón piedra. Me imagino que a todos -los presentes y los que lo vimos luego a la distancia- nos habrá azotado la misma confusión: ¿Eso que canta es un hombre o un robot? ¿Así sería que iba a sonar el futuro cuando acabara de llegar? ¿Esa voz era la de una mujer, un joven, acaso un niño, o sería más bien la de un tipo desgarrado por la angustia y a punto de largarse a llorar? Obsesivamente retrocedía la cinta, la ponía de nuevo a tiro, esperaba con el corazón atascado en la faringe a que el hueco oscuro del escenario se salpicara de cuadros de luz y se abrieran las compuertas para que surgiera Numan con su micrófono y su carrito. Durante cinco minutos dejaba de respirar y el mundo era otro. Y mis primos me decían: “¡Coño, chamo, pero qué manía, otra vez vas a ver esa vaina!”. Así que yo esperaba a que se fueran y lo repetía todo mil veces, con el volumen muy pasito y a puerta cerrada.

Ahora, con la distancia, logro entender un poco mejor el porqué de aquella oscura fascinación que desde niño sentí por Gary Numan. El tipo no hacía otra cosa que recoger de la manera más honesta -y echando mano a la tecnología de punta de aquel entonces- al espíritu más auténtico de una época. Uno tiene la sensación de que lo años ochenta han sido sistemáticamente ridiculizados, puestos en entredicho, subestimados; pero la humanidad pareciera comenzar a darse cuenta de que la década de los 80 no fue tan baladí como la pintaban y que fue quizás la última que se acordó de angustiarse por el futuro. Corrían los tiempos de la guerra fría y toda una generación supo lo que era crecer y vivir el día a día con La espada de Damocles oscilándole sobre el pecho. En cualquier momento un cretino -de este lado o del otro- presionaba el botón rojo, absolutamente todo volaría en pedazos y lo poquito que quedaría después estaría chamuscado y además sería radioactivo. Así que una generosa oleada (no tanto por lo abundante sino por lo altruista) de cineastas, escritores, músicos y artistas de toda índole se dieron a la tarea de ponerle rostro al futuro. Y el futuro angustiaba, el futuro por definición daba miedo. Claro, no era otra cosa que la extrapolación de un presente que iba mal y que de seguir por esos derroteros acabaría aún peor.

Pero llegó el futuro y el que aterrizó no era como lo esperábamos. Fue distinto y de alguna manera resultó peor. Por lo visto el que se asoma desde otro lado de la ventana cada vez que descorremos la cortina es un futuro que tiende a lo estrecho, lo efímero, lo frívolo, uno signado por el desprecio brutal por la vida mientras se cuida horrores en enmascararse con lo políticamente correcto. Un futuro que no sabe si ser simplemente vacío o asumirse de una vez idiota. El que nos llegó fue más bien el hermanito oligofrénico que por donde pasa deja su charco de moco, sangre y baba, uno al que le valen más unos zapatos de goma que la vida de quien los calza, y que se empecina en demostrarnos que una de las prioridades más grandes de la vida es tomar la decisión de cuándo comenzar a inyectarse Botox o de qué tamañote tienen que ser las prótesis de los senos aunque luego no haya ni para comer; y los bancos te dan créditos a mano abierta para esas causas pero no para costearte un tratamiento médico o adquirir una casa. Mientras tanto todos seguimos muy pendientes de cuándo por fin los celulares serán también cepillos de dientes con afeitadora y nos consideramos afortunados porque gracias al cielo podremos medir la cantidad y el talante de nuestras amistades según los parámetros que nos dicte el facebook.

Sí, señores, no se sientan tan raros ni tan desarraigados si ya han acariciado la idea de que el futuro nos ha sido secuestrado. Actualmente el tipo está en huelga de hambre, insomne y aturdido, encadenado a un árbol marchito, maniatado y amedrentado por pillos, asesinos y una espeluznante gama de miserables.

Y uno se pregunta dónde estarás ahora Gary Numan. Hermano, para que nos ayudes a rescatar ese futuro del que venías tú.



Gary Numan “Down in the Park, 1981”

viernes, 19 de septiembre de 2008

Ulrich para todos



Seguro que hay gente por allí que sabe de Ulrich Schnauss mucho más de lo que yo podría contarles; pero como dicen algunas doñas españolas: “cada quien cuenta de la feria según como le fue”. Así que yo me voy a tomar la licencia de echarles mi pedacito de historia. Comenzaré diciendo que Ulrich Schnauss es uno de los músicos más queridos y vilipendiados (todo a la vez) que uno puede toparse si lo rastrea en la Red. Una vez leí una crítica tan intensa como indignada que decía: “Este disco de Schnauss es maravilloso. Maravilloso si lo que deseas es ponérselo a la abuela en el hilo musical del consultorio odontológico mientras espera su turno para probarse la prótesis dental”. Incluso, hay gente que asegura que Ulrich no es un músico, sino que se parece más a un hacker informático interviniendo programas y jugando con ruiditos hechos en computadora, pero que en su vida ha tocado una guitarra, no sabe lo que es acoplarse a un baterista y si necesita poner a sonar un bajo pues busca la combinación de sonidos en su Mac hasta que la secuencia le suene a un Fender sin trastes. Es decir, la música de Schnauss está concebida, compuesta, manipulada y ejecutada absolutamente en ceros y unos, y cualquier cosa que a uno le suene a un instrumento convencional puede tener la certeza de que parece, es igualito, pero no es.

También podría decirles que Ulrich pertenece a la curiosa raza de los calvos que insisten en dejarse las greñas (como el actor español Santiago Segura y el psiquiatra venezolano Edmundo Chirinos también). Ah, y que lo encasillan en el grupo de los shoegazers, esos artistas tan tímidos y tan hacia dentro que cuando se enfrentan a un público se pasan todo el trance con la mirada clavada a los zapatos.

Me fascina y me inquieta enormemente cuando Ulrich suena a banda compuesta por 4 ó 5 miembros pero inmediatamente se me viene a la mente la imagen del músico solitario en su cuarto tecleando sobre la laptop. Da un poco de vértigo, acaso un toque de melancolía –no sé bien por qué-. Siempre me he preguntado por qué George Lucas no hace en sus estudios de Lucas Films un falso documental que sea idéntico a la realidad, o más bien idéntico a una película “convencional”, una cosa con calles, árboles, perros, gentes, lluvia y piel, donde absolutamente todo se asemeje como gotas de agua a lo real pero donde todo sea de mentira. Un engaño de dos horas con todos los hierros con los que se produjo la última trilogía de la Guerra de las Galaxias pero esta vez con una descarada intención de parecer de verdad. Creo que hasta ahora sólo esa extrañísima y subvalorada pieza cinematográfica llamada Cloverfield lo ha intentado; lograr enmascarar lo fantástico con un antifaz de cotidianidad es una flor mucho más extraña de lo que se piensa. Se le da a muy pocos y a la mayoría de los que se empeñan en cultivarla les florece mal. Pero Ulrich Schnauss ya lo está haciendo en la música, independientemente de que te guste o no, que te den ganas de subir a una bicicleta y pedalear hasta desfallecer o te parezca un agua tibia tan inofensiva que apenas tenga cabida para la cita odontológica de la abuelita.

Quise buscar un video para acompañar estas palabras y afortunadamente me encontré con éste. Es lo que llaman una pieza de found footage, es decir, el autor no ha filmado los materiales ni los ha hecho él sino que se los ha “encontrado por allí”. Como si tuvieras acceso a un archivo de imágenes, o a un baúl donde se encuentran decenas de latas de película, y te dieras licencia de construir una narración a partir de lo hallado. Si 20 personas deciden contar una historia a partir de los mismos materiales perdidos que se han encontrado en el camino obviamente lo más probable es que de allí se monten 20 historias distintas. Quizás aquellos cineastas soviéticos vanguardistas de los años 20 tenían razón y todo, absolutamente todo, está en el montaje.

Se me ocurre que Ulrich Schnauss, solitario en su habitación en medio del invierno alemán, haciendo ruiditos con su computadora y armando Frankensteins sonoros con lo que se topa por allí, es una suerte de músico de found footage. Y el tonto optimista que insiste en habitar en mí se pone de acuerdo con alguien que comentó: “cuando escucho a Ulrich Schnauss siento que aún hay esperanzas para la música”.


miércoles, 10 de septiembre de 2008

El retorno del Roadie



No son pocos los que ignoran qué diablos es un roadie. Algunos sí lo saben pero de todas formas optan por ignorarlos. Casi nadie se detiene a fijarse en ese sujeto –normalmente greñudo, vestido con franela negra, deshilachadas bermudas de jean, medias sport blancas, botines de cuero y gorra de beisbolista volteada hacia atrás- que se encarga de conectar los cables, probar el sonido, cerciorarse de que cada instrumento esté en su sitio, armar la batería, afinar el piano, marcar el sitio justo donde debe ubicarse el paral del micrófono y los amplificadores. Ese mismo tipo que ha desarrollado una extrañísima habilidad para salir corriendo agachado o para reptar sobre la tarima tratando de pasar desapercibido hasta alcanzarle un nuevo bajo al bajista o resolver a oscuras por qué no le funciona el pedal del delay a la guitarra del líder de la banda. El roadie suele ser también músico, pero un músico confinado al rincón de los asistentes. Pero a veces los roadies se rebelan y pocas cosas son tan fascinantes como esos guiños eventuales en que los Sancho Panza se animan a dar una lección de valentía y caballerosidad a los Quijotes disfrazados del mundo.

Cuenta la cineasta francesa Claire Denis que durante décadas ella se hizo una carrera como asistente de dirección y lo hacía tan bien que llegó a serlo para directores de culto como Wim Wenders o Jim Jarmusch; pero un buen día decidió rebelarse y darse licencia para filmar sus propias historias. En mi canon personal Wenders y Jarmusch gozan de buena ubicación, pero jamás ninguno de ellos ha logrado algo tan sublime como “Vendredi Soir” (Viernes por la noche, 2002, de Claire Denis). Hay, además un detalle curioso en la filmografía de Claire Denis: la música de sus películas corre a cargo de los Tindersticks, una banda inglesa originaria de los bosques de Sherwood –sí, los mismos donde Robin Hood robaba a los ricos para repartir entre los pobres-. Resulta que Denis habla un inglés limitado con fuerte acento francés; mientras que los Tindersticks hablan una cosa impenetrable que por momentos coquetea con el inglés pero que está cargada con los crujidos de la madera centenaria y empapada de toda la humedad de las hojas del bosque aquél de donde vienen. Cada vez que hace una película, Claire Denis se reúne con ellos y les explica -con la debida dificultad de la barrera idiomática- qué tipo de música quiere para su película y los Tindersticks le responden con algo que ella nunca entiende. Al final los Tindersticks terminan haciendo algo que ellos creen que es lo que la directora les ha pedido y Claire Denis acaba sorprendida porque del malentendido ha surgido una banda sonora incluso mejor a la que ella tenía en mente.

Una noche fui a ver a los Tindersticks en concierto. Tocaron bien, fue un concierto digno, impecable en lo técnico; pero le faltó alma. Le faltó eso que García Lorca llamaba con tanto tino “el duende”. Luego de la última canción, cuando se encendieron las luces y la gente -complacida pero no extasiada- comenzó a desocupar el lugar, aparecieron los roadies sobre la tarima y empezaron a desconectarlo todo; fue entonces cuando ocurrió la magia. Uno de ellos se colgó la guitarra, el otro se sentó en el piano y el tercero se hizo con las baquetas de la batería. Y tocaron. Tocaron una cosita de apenas un minuto, lo mejor que sonó en toda la noche. Tocaron en esos 60 segundos lo que en dos horas los Tindersticks no lograron hacer sonar. El público atónito los aplaudió y les celebró la gracia con una risotada. Hicieron los roadies una reverencia, les aseguro que tenían esa misma expresión en ojos y boca que tiene un niño que acaba de hacer una maldad que necesitaba hacer porque se la pedía el estómago.

Mucho me inquieta cómo funciona el canon cultural, qué caprichos insólitos se darán la mano para que una obra sea canonizada mientras otras resultan condenadas al ostracismo. Imagino que durante mucho tiempo fueron grupos de poder los que se atribuyeron esas funciones de separar el grano de la paja, se hicieron cargo del delicioso trabajo sucio de decidir “esto es bueno y se le rendirá pleitesía hoy y mañana” o “esto en cambio no es digno de ser respetado ni recordado”. Seguro que hoy el mercado omnipresente juega una carta fundamental en todo este asunto: “Para que algo sea bueno tiene que vender que jode y punto”. Dado el panorama, la única esperanza radica en el hecho incuestionable de que el canon se mueve; se redimensiona constantemente, su cuestionamiento y replanteamiento son permanentes. Ya sea el canon personal que cada quien se arma con los mejorcito que encuentra en la vía, o el canon cultural que por defecto heredamos para poder pertenecer a una comunidad, siempre el canon es dinámico y se va nutriendo de nuevas cosas al tiempo que se va deslastrando y purgando de lo aquello que ya no le va. Así que confío en que algún día se rebelarán masivamente los roadies y eso creará un impacto brutal que habrá de redefinirnos los cánones de adentro y de los de afuera.

Sí, confiemos en que llegará ese momento algún día y será, además de bueno, sano. Pero sospecho que no será pronto, lejos de eso; corren por el carril rápido y sin frenos estos tiempos que se regodean en una súperproducción y un hiperconsumo de Quijotuchos deplorables y Sanchos aletargados sobre la comodidad de su burro. Por los momentos hay mierda de sobra y para todos. Y vaya cómo vende.


jueves, 4 de septiembre de 2008

Pelechian, la vida.

Yo quería atreverme a hablar un poco de de un cineasta armenio llamado Artavazd Pelechian. Iba a cometer la osadía de intentar ponerlo en palabras. No puedo, la verdad, simplemente no se puede. Dicen que cuando algo gusta o duele demasiado la única opción para nombrarlo es un balbuceo o el silencio.

Diré apenas que una vez coincidí con un tipo que no me caía para nada bien (ni yo a él) y con el que me vi forzado a hablar durante el corto trayecto que había desde la escalera del metro hasta la puerta de la escuela. Me dijo algo que me pareció en ese instante una soberna idiotez: Yo daría mi vida entera por hacer una joya de cinco minutos como las de Pelechian.

Uno aprende cosas hasta cuando cree que no. El cabrón tenía razón.

Life, una de las pocas películas a color de Pelechian.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Llover aquí

Mi amigo Roberto Echeto escribió una vez que la lluvia en Caracas no era como la lluvia en Estocolmo, que en Caracas llueve con un grito y mientras cae la tormenta una muñeca se despeña cerro abajo por la quebrada crecida. Me pareció una verdad como una piedra, una metáfora de vértigo.

Hubo un tiempo en que esos aguaceros tropicales me remitían a una memoria de lluvia feliz. Cuando éramos niños en mi familia aprovechábamos los aguaceros para bañarnos bajo la lluvia. En esta ciudad siempre ha habido un racionamiento de agua feroz, así que la lluvia era buen pretexto para que los cinco montáramos un carnaval particular en el lavandero de casa sin sacrificar el hilo de agua que aún resistía en el tanque de reserva. Todo comenzaba cuando mis padres, sin decir nada a nadie, salían de su cuarto en traje de baño, con una toalla en una mano y la pastilla de jabón en la otra y se lanzaban hacia el patio. Mis hermanas y yo veíamos aquello y salíamos corriendo a buscarnos nuestros trajes de baño y nuestras toallas. El agua que caía desde el techo inclinado del lavandero era helada y una vez enjabonados costaba un mundo sacarse aquella baba aromatizada de encima. Yo lo que más recuerdo era que por espacio de quince minutos hacía mucho frío, se gritaba un montón –aunque no se dijera absolutamente nada porque nada se escuchaba bajo el aguacero- y uno acababa con un dolor brutal en las costillas después de tanta risa y tanto ahogo.

Pero llueve hoy sobre Caracas con una ferocidad que estruja el estómago. Brama el cielo, los perros aúllan, todo sonido se confunde bajo el ruido blanco que provocan millones de gotas inmolándose contra la tierra. Nos arropa hoy una luz extraña, como si desde las dos de la tarde el tiempo se hubiera congelado en un ocaso blanquinegro permanente y cruel.

Mucho se habla -y sobre todo en estos tiempos de migraciones criollas a grifo abierto combinadas con el alarido desgañitado de los patrioteros- de cuáles son las cosas que caracterizan a los venezolanos; si es posible, acaso, de hablar de las esencias de la venezolanidad. Se dice que los venezolanos somos comedores de arepas y de Diablitos Underwood (bebedores de Toddy y de Frescolita también), que no podemos pasar una navidad sin las hallacas de mamá, que somos gente amigable y de sangre caliente que se sabe reír de sus desgracias, que todos en algún momento de la vida hemos agradecido a la providencia por las canciones de Tío Simón. Eso y mucho más. Cosas por el estilo, todas discutibles, todas vulnerables, todas desmentidas con cuantiosas excepciones a la regla.

Estoy convencido esta tarde de que sí hay una cosa que nos hermana a todos los venezolanos, algo nos caracteriza en lo más profundo, somos amigos de la lluvia, nos gusta callar un rato para ver por la ventana al cielo desmoronarse en eso que llamamos “un tremendo palo de agua”. Pero inmediatamente ese disfrute se ve oscurecido por un sentimiento culposo, un agobio porque nos acordamos –nos acuerda la lluvia que a tanta gente se ha llevado- que en este país llueve con un llanto y un grito. Es inevitable pensar que alguien en este instante debe estar perdiendo su casa, sus cuatro cositas, una abuela, un vecino, un hijo.

Cuando los venezolanos vemos llover algo por dentro se nos arruga y en silencio levantamos una plegaria: Dios, pobre gente, por favor haz que escampe.

Y quien no lo hace es porque no es de aquí. O será que el cuerpo lo tiene aquí pero el alma se le quedó en otra parte.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Lanzarote


Nunca he estado en Lanzarote, pero vaya que me hubiera gustado. Algunos amigos que han tenido la oportunidad de ir insisten en que debo conocer esa isla –y que los isleños son casi, casi, venezolanos-, que me gustaría especialmente porque aseguran que es uno de los lugares que más se parece a Marte en la Tierra.

Hace algunas semanas mi amiga Lena, navegante de Mil Orillas, me comentó que se pasaría unos días en Lanzarote. Le pedí una foto de la isla, una que fuera muy marciana para saber de qué me perdía. Ayer me mandó unas cuantas, algunas de ellas tomadas por su retoño de 5 años al que llama “mi pez”.

Yo no sabía casi nada de Lanzarote hasta que me cayó en las manos una extraña novela corta del mismo título escrita y fotografiada por Michel Houllebecq. Me la leí en aquel momento con ansiedad y algo parecido a la decepción. Me esperaba más del autor y me esperaba más de Lanzarote; sin embargo los años han pasado y Lanzarote –la isla, pero también la novela- se me ha quedado enterrada en un lugarcito del cerebro desde donde segrega esa sustancia cruel y entrañable que produce melancolía por lo no vivido.

Durante algún tiempo abrigué secretamente el deseo de ser Houellebecq en Lanzarote. De escribir desde allí y en primera persona mis desventuras de escritor nihilista, decepcionado, solitario, indignado y frustrado porque ni el mundo ni yo resultamos lo se esperaba que fuéramos. Hubiera ofrecido cinco años de existencia por pasear durante uno por esas playas, revolcarme sobre la arena volcánica con dos turistas alemanas que me llevaran una cabeza, tomar mis fotos marcianas convencido de que ningún visitante había jamás mirado ni contado a Lanzarote así. Pero nunca pude ir a Lanzarote, me quedaba siempre muy lejos en lo geográfico o en lo bolsillístico.

Antes de dormir abro una a una las fotos que me han enviado. Despierto de madrugada y mientras la luz naranja del amanecer se cuela por los vidrios repaso mentalmente ese lugar alucinante que mi amiga y su hijo me han recortado en cuadros. Escucho mientras a las golondrinas que este año también han anidado en el techo, se turnan para traer comida a los pichones que reciben a sus padres con una fiesta monumental que hace sospechar del tamañito. Abajo los perros han sentido, no sé cómo, que ya he abierto los ojos y se estremecen en ladridos que parecen cantos (me pregunto cómo no querer a una gente que tiembla de gusto cada mañana con tan solo verte). Alargo una mano y toco con punta de dedos la cabeza de mi mujer que sigue dormida, la despeino un poco, ella responde con esa habilidad insólita que tiene cuando está dormida para hacer una crineja con mis pies entre los suyos. Me quedo allí trenzado y entonces pienso que definitivamente yo no conoceré Lanzarote. No seré jamás Houellebecq en la isla, me queda demasiado lejos, perdida en los océanos de otro mundo.

Dios mío, menos mal.

viernes, 15 de agosto de 2008

Kim Ki-Duk


Yo no fui a ese festival pero me lo contó Richita que sí estuvo. Parece que llegaron tarde a la proyección de una película asiática llamada La isla y cuando entraron al teatro aquello estaba a reventar. Misteriosamente quedaba una fila libre, una céntrica, a buena distancia de la pantalla, y lo único que había que hacer era pedirle permiso al chinito que ocupaba la butaca de la esquina. Y eso hicieron, le dijeron “Esquiusmi, míster” y pasaron los cuatro, se sentaron a sus anchas y se congratularon por la suerte que tenían, ahora disponían de asientos suficientes hasta para dejar los abrigos. Justo antes de comenzar la proyección apareció un anfitrión con corbatita de lazo que en nombre de Robert Redford y del festival de Sundance le daba las gracias al director Kim Ki-Duk y al elenco de la película La Isla “que gentilmente han venido desde Corea a acompañarnos esta noche”. El público aplaudió a cuatro coreanos que de pie, y aplastados contra la puerta, saludaban. El tal Kim Ki-Duk era el mismo que hace poco guardaba la fila de puestos.

Al año siguiente Kim Ki-Duk y el gran Richita se volvieron a ver las caras. Esta vez en Bruselas. Y apenas Richita lo reconoció, justo mientras le colgaba el micrófono de balita del abrigo, me dijo: “Coño, papá, éste el chino que le dijimos Esquiusmi y se tuvo que pegar su propia película parado”.

Ese mismo día Richita insistió durante la cena en contarme de qué iba La isla, o qué era lo que él había entendido de aquella proyección en versión original en coreano con subtítulos en inglés. Sería incapaz de relatarles qué fue lo que me contó Richita, correría el riesgo de escribir una cosa más larga que la obra completa de Proust; o, tal vez, pensándolo bien, creo que apenas si alcanzaría a proferir un balbuceo sonámbulo. Lo único que diré es que la versión de La isla de Richita era en tiempo real, duró más o menos dos horas, y estoy casi seguro de que en algún momento La Isla es idéntica al Señor de los Anilllos, hacia el final se parece que jode a El Resplandor -pero con una moto- y tiene mucho de una película de Bruce Lee pero donde no hay ni una pelea. Ah, y que cada cierto tiempo Richard se interrumpía para decir cosas como: “No, ya va papá, que te la estoy contando mal, la vaina es al revés. La moto no estaba allí sino en la playa”.

Pero volvamos a Kim Ki-Duk, que lo teníamos allí sentado con el micrófono a la altura del pecho, hundido en una poltrona mostaza, con su gorro de invierno naranja enterrado hasta las pestañas. Habló lento y pasito, sin ademanes ni inflexiones. Fue especialmente tímido, entrañablemente humilde. Recuerdo que nos comentaba que no entendía muy bien por qué lo invitaban a festivales de cine fantástico porque en Corea todas esas cosas que salían en sus películas eran más bien materia para hacer cine antropológico o documentales costumbristas.

Al finalizar la entrevista nos hizo reverencias de esas que hacen los karatecas después de un buen combate. Incluso a Richita, varias, y sin ningún rencor. Debo confesar que cuando nos despedimos de Kim Ki-Duk yo no tenía la menor idea de que ese joven y casi diminuto director coreano se transformaría en el pedazo prodigioso de cineasta que apenas a la vuelta de un año demostró ser con “Primavera, Verano, Otoño, Primavera otra vez” o con esa perla prácticamente muda llamada “Hierro 3”. Película, ésta última, que en buena hora quise compartir con mi madre y se la dejé rodando en el aparato sin acordarme de activarle los subtítulos en español. Mamá me llamó dos horas más tarde y me dijo: “Me encantó esa película, chamo, lástima que uno no entienda qué es lo que se dicen al final”.

Es curioso pensarlo, pero así lo siento hoy: tuvimos la suerte de conocer a Kim Ki-Duk antes de que fuera Kim Ki-Duk. Justo antes de hacerse Kim Ki-Duk. Y eso lo hace aún más especial.

Sí, este mismo es el hombre. Actuando en su propia película. Kim Ki-Duk, el mismo al que Richard levantó de su butaca y lo obligó a ver su Isla de pie.

jueves, 7 de agosto de 2008

Carta del Guasón al Caballero Rojo


Asilo del Arkham, 7 de agosto de 2008

Muy señor mío:

Ante todo, mis respetos, y sepa usted que esta misiva está escrita desde la admiración y el profundo respeto que me merece. Hace años que he estado tentado de escribirle, pero no fue sino hasta hace pocos días que me decidí, culpemos a la emoción febril que me han provocado sus artimañas y trampitas para colar esas 26 leyes a las que hace apenas ocho meses le dijeron en las elecciones que NO, pero que usted insiste por cuenta propia en que la cosa es sí. Bravo, maestro, aquí en el Asilo cada vez que alguien le menciona hacemos la ola y con los ojos cristalizados por el llanto emocionado exclamamos: “Sí, sin duda, es uno de los nuestros”.

Quizás usted no se ha dado cuenta pero son varias las cosas que inexorablemente nos unen. Comencemos diciendo lo evidente, cada vez que nos asomamos en el espejo vemos a alguien que pareciera llevar máscara pero resulta que no. Son pocos los que se pueden ufanar de haberse convertido exactamente en su propia máscara. Ambos somos de la raza funesta de los payasos trágicos. Yo llevo una sonrisa permanente que literalmente me pinta la cara de oreja a oreja y usted cuando sonríe se le desaparecen del todo esos ojos suyos como de luchador de sumo intoxicado con sashimi pasado y embutido en trapos rojos. Por otra parte, mi misión en la vida ha sido la de crear el caos en Ciudad Gótica, mientras Usted se ha encargado metódica y responsablemente de transformar la suya en Ciudad Caótica. A ambos nos gusta la madrugada para dar nuestros golpes, eso sí, mandamos a nuestros esbirros a que se inmolen mientras nosotros -desde una altura prudente y a buen resguardo- lo vemos todo escondidos y cuando estamos bien seguros de que se disparó el último tiro y que la situación ha sido controlada por otros entonces ahí sí nos asomamos frente a las cámaras y decimos “Sí, he sido yo. Lo hice por ustedes”.

Perdone mi atrevimiento, Caballero Rojo (y con la esperanza de que lo de caballero no le incomode), pero cómo hace usted para renovarse su flota particular de malos ineptos. Porque esa es otra cosa que nos une estrechamente, lo que pasa es que a mí se me agotaron y vaya que tampoco es una raza tan común; porque uno puede se maluco de corazón o inepto para hacer las cosas, pero unir lo malo y lo inepto en un mismo cuerpo es como demasiado. Los que yo tenía me los fue coñaceando y sacando de escena Batman a punta de episodios de esos en que PIM, PAOOO, ZAZZZZZZ, OUCHHH, BOOOM. Pero yo veo que usted debe tener una escuela o una máquina que los produce en serie o una cantera de donde salen a borbotones altos funcionarios resentidos, aduladores y con inteligencia limítrofe. ¡A usted le crecen alrededor como en generación espontánea! ¿Qué hace? ¿Cómo hace? ¿Los compra también, verdad? Eso es lo bueno de tener más dinero que Bruno Díaz ¿O será que se le vienen solitos atraídos por el aroma? Yo que lo he seguido por tanto tiempo y que lo sé un hombre generoso –con lo propio y con lo ajeno también- le pido que me mande unos 20, regáleme los que quiera, pero no por medio de los canales oficiales sino depositados directamente en mi cuenta personal para que no sea tan engorroso. Si quiere, a cambio, yo le doy el discurso de orden el próximo 5 de julio en la Asamblea Nacional, así no nos debemos nada. Estamos tablas.

Me tomaré también la licencia, caro mío, para aprovechar esta epístola y hacerle algunas sugerencias, ayudarle a abrir los ojos (ay, qué bueno me quedó , por eso soy el Guasón), para que así pueda desenmascarar a los truhanes que se hacen pasar por sus cómplices y proceda a aliarse con pillos que estén realmente a su altura.

-No siga buscando consejo en Darth Fidel: es igualito –inclusive físicamente- al personaje que hizo Christopher Lee como el Conde Dooku en el Episodio II de La guerra de las galaxias. Sale sólo al final y arrastrándose, más del 80% es puro mito o está hecho en computadora; y todo el mundo sabe que además de fastidioso y de no aportar nada nuevo a la historia el tipo está muerto.

-Tenga cuidado con Lula “Two Faces” Da Silva. Ese gordo es como el Barón Ashler, le pone cara de garota con vena social para que usted le compre los tragos y le monte el apartamento y cuando se voltea se quita el hilo dental de lentejuelas y se pone su traje de hombre de negocios para sentarse con Geroge W a hablar de plata.

-Rafael “El Acertijo” Correa: Dicen que es un hombre culto, preparado, un profesor que viene de la academia. ¿No le parece sospechoso que alguien supuestamente cultivado dentro de esos ámbitos se comporte igualito y tenga el mismo discurso del nicaragüense Ortega? La misma actitud, idéntica, al Ortega cuando está despeinado y con sus cuatro pelos largos de la pollina cayéndole sobre el bigote mientras se desgañita con lanzar contra Colombia unos misiles que tiene enterrados desde el año 82. Hasta yo pongo cara de interrogación: qué gente más rara.

-Mosca con Cristina “Gatúbela” Kirchner (la esposa del Pingüino). Usted no se ha dado percatado aún pero en algún momento ella y Diego Maradona se encontrarán en un punto en que se convertirán en la misma persona. Usted está irremediablemente atraído hacia ella –aunque su corazón también vibra cuando se asoma el turbante de Piedad- pero el problema de alguien con una sobredosis de Botox (“Sho cuento con toda la intención de Botox del electorado argentino”) es que no sabes en qué cosa estará convertida mañana. Si un día a esa mujer se le ocurre ponerse el uniforme del Boca Juniors o a Maradona ponerse sus prendas de Louis Vuitton, usted se las va a ver terribles. Y puede terminar envuelto en una cosa que hasta para alguien como yo sería horripilante y deplorable. Además, imagínese a un Pingüino cornudo (oh, esa imagen me conmueve).

- En cuanto a Evo: Por favor, Red Knight -perdona que te tutee ya a estas alturas-, pero ¿tú en serio no te has dado cuenta de que él ni siquiera pertenece a esta comiquita? Ese tipo se vino coleado de Pokemón, y además era uno de los monstruitos de reparto, uno verde de los que aparecía fuera de foco en la fila de atrás del bando de los malos.

Mi muy apreciado Caballero Rojo, ruego me dispense mi atrevimiento y el abuso de su tiempo que bien podría estarlo empleando en una cadena nacional de radio y televisión mientras humilla a los técnicos que le permiten ir al aire, sirva esta carta por último como una invitación, una mano extendida que le ruega: “Véngase para acá”. Aquí en el Arkham lo que hay es pura gente como uno. Batman se ha encargado de inhabilitar a los villanos y a los locos peligrosos de Ciudad Gótica, exactamente lo contrario a lo que Usted ha logrado por allá. Lo necesitamos, sin nosotros este equipo es como Brasil sin Kaká ni Ronaldinho. Aquí jugaremos ajedrez, le prestaré mis cómics de Frank Miller para que se lea algo digno y deje de llenarse la cabeza con esa basurita pseudoépica de Zamora y compañía. Además vamos a tener tiempo para hablar, para perpetrar, para inventar nuevas técnicas de saboteo, para practicar y pulir nuestras mentiras. Yo voy a mejorar mis historias de cómo me hice esta cicatriz que me puso la sonrisa de oreja a oreja mientras usted ensaya su cuentote del socialismo bolivariano del siglo XXI. Pásese una temporada aquí en ésta que es su casa. Tómese su tiempo y descanse un poco, no sea cosa que con tanto agite, tanta pastilla y tanto odio vaya a acabar en el mismo sitio que el fulano ése que pretendió hacer de mí la última vez.

Espero por Usted. Suyo,

El Guasón.



jueves, 31 de julio de 2008

Escudos



Una vez papá se presentó en la casa con un regalo que le había hecho uno de sus amigotes de la Librería el Gusano de Luz. Era una cosa cuadrada y pesada, cubierta por un envoltorio de papel marrón. Lo abrimos a cuatro manos y de allí salió enmarcado en madera y con un vidrio protector El Escudo de la Familia Urriola, traído directamente de un caserío vasco cercano a Guernica. Yo estaba francamente emocionado pues esperaba que, como en todos los escudos, hubiera un león, un rayo de Zeus, un carruaje de Apolo, el tridente de Poseidón, un águila, un tigre, un cañón, una cinta escrita con una frase poderosa en un latín impenetrable. Pues no, por lo visto los Urriola han sido ancestralmente una familia de jodedores o de irresponsables a los que no les interesa en lo absoluto distinguirse con un escudo, porque aquélla cosa era una soberana mamarrachada. Tenía una especie de yelmo abollado y mal pintado puesto de perfil en la parte superior y en los cuadrantes interiores había unas cosas que parecían unas nueces o unas avellanas, cuatro espigas de trigo mal amarradas con un pabilo, una cinta roja al viento que no decía un carajo –pienso hoy que menos mal- y un pájaro parado con cara de fastidio que quizás era un cuervo o un zamuro. Mi padre me miró con sospecha y preguntó: “Chamo, ¿tú lo quieres?”. Y no hizo falta que yo respondiera, al día siguiente el Escudo de los Urriola estaba colgado en la puerta del cuarto de un primo.

Los escudos son una cosa extraña y omnipresente. Es una especie que prolifera en relación inversamente proporcional a la del oso panda. Adonde voltees hay un escudo, todo lleva escudo, hay una sobrescudización del mundo. Son como unos bisabuelos con estirpe de los logotipos comerciales de hoy. Es una cosa que con su sola presencia te dice: cuidado, contrario a lo que parece aquí hay gente seria. Como si nada fuera suficientemente digno o lo bastante sólido si no tuviera escudo. Algunos sostienen que los únicos escudos que sí valen de verdad son los de las federaciones de fútbol en el álbum del mundial de Panini, porque los puedes cambiar por 4 de las barajitas normales o porque hasta puedes venderlos al precio que te dé más rabia y siempre aparecerá un pendejo que lo compre.

Claro, hay escudos tan impresionantes que uno les coge cariño y provoca hacer la ola. El de la Unión de carritos por puesto Casalta-Chacaíto-Cafetal, por ejemplo, tiene en el centro a un conductor, pintado de perfil por un niño de 5 años, cuyas manos reposan sobre un volante: QUE ES EL SÍMBOLO DE LA PAZ.

Debería existir un recetario para hacer escudos. Todo escudo que se respete debe tener un animal fiero en actitud de ataque: leones, tigres, águilas, serpientes, caballos, elefantes, lobos, bulldogs (tortugas, rabipelados, aves migratorias y perros de pooddle para abajo abstenerse, así como cualquier bicho rastrero excepto el escorpión). Tiene que tener también una frase que diga necesariamente cosas como honor, patria, respeto, unión, progreso, igualdad. Si puedes decir eso mismo pero en latín -o en algo que suene más o menos a latín- pues mucho mejor, el escudo vale el doble (igual que si el animal tiene dos cabezas en vez de una). El elemento vegetal es infaltable, cuide de rodear a los animales, banderas, frases rimbombantes, coronas, cuernos y riquezas múltiples con un marco de frutas y ramas de cualquier cosa. Los escudos sufren del síndrome de los pesebres: si no le metes monte, la vaina no está completa nunca. Ah, y finalmente, siempre tiene que tener un elemento abstracto o mal dibujado, algo que la gente se acerque, entrecierre los ojos, mire con expresión sesuda –o sinceramente intrigada como si se tratara de un cuadro impresionista- para que al final todos tengan que reconocer “mierda, ni idea de qué es eso… pero parece pupú de hamster”. Eso está allí puesto a propósito para que las maestras puedan inventarle a los niños en la escuela cosas como: “Y esos que están aquí son diamantes brutos, como símbolo de la riqueza humana y mineral que esconde en sus entrañas nuestra patria”. Y los chamos del fondo susurran: “Pues a mí me sigue pareciendo mierda de hamster”.

La próxima vez que le agarre la cola que bordea al aeropuerto de La Carlota, fíjese que la reja está coronada en cada columna (que son como 300) con un escudo. Y si echa ojo –tranquilos, habrá tiempo, se los juro- se dará cuenta de que la mitad de ellos reza en la parte inferior: Spatium Superanus Platinus. Me hubiera encantado registrar con una cámara el momento en que el Coronel encargado del diseño del escudo le explicaba al Comandante General de la Fuerza Aérea aquello de superanus y el jefe le decía: “Sí, chico, me queda clarito lo del latín, no me lo expliques más… ¡Pero tú estás seguro que no hay otra manera de decir lo mismo pero sin el súper anus!”.

miércoles, 23 de julio de 2008

Sugerencias para hacer una road movie en Caracas


Una road movie -valga la aclaratoria porque no son tantos los que nacen aprendidos- es una película que se desarrolla en una carretera. Normalmente va de dos personas que se suben a un carro y comienzan a recorrer una ruta de un extremo al otro y en la travesía les pasa de todo. Ese viaje es algo que les cambia la vida o la manera de entenderla, y de alguna manera los que llegan a destino no son exactamente los mismos que partieron. En pocas palabras, el viaje físico acaba siendo una metáfora del tránsito por la existencia: el camino es la vida y al recorrerla se vive. Si quieres más información puedes leerte “En el camino” de Jack Kerouac o te buscas películas como “Badlands” de Terrence Malick o “Easy Rider” de Dennis Hopper, ojalá si tiene mucha suerte te topes con una cosa prodigiosa de 4 horas llamada “Route One USA” de Robert Kramer. Esa gente lo explica muchísimo mejor de lo que yo podría hacerlo jamás. Así que dejémonos de tanta vuelta y al grano.
Lo primero que tienes que hacer es buscarte un amigo que esté dispuesto a atravesar Caracas en carro contigo. Explícale bien la ruta sobre un mapa y que no se deje engañar porque ahí todo se ve fácil y chiquitico, la idea no es que el copiloto se te baje del carro de un portazo cuando apenas van por La Urbina. El plan es que van a salir una mañana de Guarenas y el final del trayecto es en Los Teques.
Te buscas una camarita de video y le pones una cinta de 120 minutos (si encuentras el botón en el menú para ponerla a grabar en una velocidad que convierta eso en el cuádruple pues mucho mejor, créeme que te va a hacer falta).
Al principio del recorrido todo va bien, hay risas, ponen música, comentan el paisaje y sacan la cabeza por la ventana.
Cuando lleven ya 20 minutos de película, el paisaje no se mueva, no hay recorrido porque están trancados en la cola de la Guarenas-Caracas y los temas de conversación estén ya inevitablemente agotados, dejan la cámara sobre el tablero haciendo un plano fuera de foco del parabrisas o el retrovisor (ustedes luego dicen que es un homenaje a Godard y van a quedar recultísimos).
Cuando estén a punto de llegar a Petare, entrando a las puertas de la ciudad (estamos ya como en la hora y media de película -y la última hora ha sido silente-), ustedes se van a sentir que están más bien haciendo la versión cinematográfica de La autopista del Sur de Cortázar, así que entra en personaje y comienza a echar ojo a ver cuál es la muchacha de la cola de la que te vas a enamorar (Aquí el Renault Dauphine no existe, así que cualquiera que esté en un Twingo -o el modelo que sea- te sirve). Sí, esa misma, la del carro de al lado que lleva igualito que ustedes hora y media sin moverse y está que gatea por el techo. Le haces un guiño, abres la puerta (cuidado con los motorizados, asómate primero por el retrovisor) te subes a su carro con la cámara en mano, le hablas, te seduce y se deja seducir, le cuentas tu vida, dejas que ella te cuente la suya, la besas, pasan al asiento trasero (aquí de nuevo otro homenaje a Godard con un fuera de foco mientras se oyen cosas de fondo), se enamoran, hablan de los hijos que van a tener, les ponen nombres, deciden la raza de los perros, discuten en dónde exactamente iría la parrillera del jardín, pelean, se reconcilian, vuelven a pelear, se dan cuenta de que se tienen mucho cariño pero que esa relación no va para ninguna parte, que el amor no basta, se despechan, lloran, se despiden, te bajas de su carro y vuelves tras el volante del tuyo. La cola ha avanzado 50 metros. Haz un plano del carro de ella que toma la salida hacia la Cota Mil y se aleja mientras ustedes siguen por la Autopista (coño, pero haz un fundido a negro porque ese plano del carro alejándose hasta desaparecer puede durar 45 minutos y aquí no hay homenaje a nadie que valga, eso es una ladilla y punto).
Bueno, seguimos. Ahora están rodando por la zona de Macaracuay o Los Ruices Sur y ustedes están hablando del sexo de los ángeles, de las razones por las que el ornitorrinco es un bicho tan raro, de por qué en Australia está el hueco de la capa de ozono y por supuesto de que Machu Pichu lo hicieron los marcianos porque los incas nos tenían tecnología para hacer esa verga tan grande allá arribota, además de todas esas cosas trascendentales que uno habla cuando tiene ya dos horas encerrado en una cabina con otro pendejo. En medio de la acalorada discusión, ya a punto de irse a las manos, porque tú dices que sí fueron los indios y tu amigo que no, que fueron los extraterrestres porque él lo vio en Discovery Channel, les toca a la ventanilla un motorizado que en complicidad con un vendedor de papas fritas, les apuntan con sendas pistolas a la cabeza: “No te me pongas con comiquitas y me das la cámara, los celulares, las caltera y cualquiel objeto valioso y/o/u de valol que calguen con ustedes encima”. Entrégales todo, pero la cámara no, que nos quedamos sin película. Diles que es un proyecto artístico y que los vas a poner en los créditos y hasta les pagas regalías si la vaina la pegas. Si se engorila mucho y no entiende de diálogos ni del crítico estado del vapuleado cine nacional, pues hasta aquí llega la road movie y el resto de la película será filmada por ellos (será una vaina como Ciudad de Dios pero en documental y en serio). Pero si los llegas a convencer vas a tener, justo después del título de la película, que meter un insert que diga “A nuestras madres (y a los panitas asaltantes de la autopista) por permitirnos la vida”.
El resto del trayecto es con los vidrios arriba y con aire acondicionado. Será la primera road movie que se hace así (normalmente hay velocidad, cabellos al viento, el estado anímico de los protagonistas reflejado en el paisaje cambiante), pero en ésta será todo en interiores y con la cámara oculta -que si te la llega a ver otro choro se nos acaba todo-. Eso sí, mosca, si llegan a estrenar la película ustedes juran que eso fue adrede, que quisieron innovar en el género, que ése fue su humilde aporte personal.

A esta altura a la película faltan drogas. No hay road movie sin un viaje místico, sin que alguien se coma unos hongos, sufra una sobredosis de ácidos o se meta peyote, tenga un viaje astral, hable con un chamán o con una serpiente, se pierda por el desierto sin moverse de sitio. Si ustedes de verdad fueran como Kerouac, Burroughs o Ginsberg comprarían en cualquier farmacia un jarabe para la tos y acabarían fabricando con las mangueras del motor una especie de alambique para destilar heroína o cualquier otro alcaloide pinchable; pero como ustedes son un par de bolsas y no tienen ni siquiera real para comprarse un jengimiel les sugiero una más fácil pero igual de radical: buscan las monedas que siempre hay en el cenicero, revisen los bolsillos y le compran al vendedor ambulante que está entre el canal rápido y el de 60 los tostoncitos que se está comiendo (porque aquí los vendedores prueban la mercancía para seducir a la clientela). Le dices que a cuánto los tostones -y olvídate, hasta eso está incomprable, no te alcanza- entonces le dices que quieres comprarle los que se está comiendo él, que a cuánto te los deja. Negocia que a mitad de precio y te llevas tu media bolsa de tostoncitos sazonados con la flora bacteriana del vendedor. Más adelante, seguro, encontrarán otro que vende birras, Smirnoff Ice, café con leche y chicha, todo en el mismo tobo que alguna vez fue azul pero que ahora más bien es marrón con verde. Le compran la chicha que es lo que está mejor, porque la hacen con el agua de lluvia y cloaca que se quedó estancada en la cuneta y eso le da un sabor increíble. Bueno, le entran a la chicha y al tostoncito y esperan unos cinco minutos. Aquí lo que van a sentir -y lo que acabarán diciendo y haciendo frente a la lente- será sencillamente alucinante, delirante, perturbador.
Habrá un momento en que alucinarán con una nave espacial que les sobrevuela la cabeza (es el helicóptero ruso que se compró Chávez que no cabe ni en Maiquetía), y cuando crean comenzar a entender el sentido de la vida, la road movie se les convertirá de pronto en Mad Max –en una escena donde se vienen encima todos los punketos pero Mel Gibson ni porta- serán cercados, obstaculizados, sobrevolados, asfixiados y amedrentados por 200 motorizados que haciendo caballito a 120 Kph, corriendo a contraflujo, picando cauchos, bebiendo caña clara mientras encabritan y aceleran sus motocicletas, retándose y cruzándose como caballeros medievales en una justa, se apoderarán de la vía para escupirle al mundo que otro motorizado, otro más, ha sido asesinado y así los velamos aquí. Trata de grabar la escena pero no te metas mucho ni te las des de valiente, mira que puedes acabar como Héctor atado a los pies del caballo de Aquiles y esa toma en contrapicado del cielo, salpicado de trocitos tuyos mientras rebotas y te exfolias a lo largo del pavimento, tendrá éxito solamente en Youtube.
Se hace ya tarde, anochece en la subida de la Panamericana, no hay luz en los postes, el carro se desplaza lentamente, a tientas, por esas curvas bien engrasadas, caen en un hueco que provoca que el estómago y la faringe ocupen por segundos exactamente el mismo sitio.
Haciéndose mutuamente la pata de gallina logran salirse por la ventana para alcanzar la superficie que quedó unos cuantos metros más arriba. Afuera es ya noche cerrada, ustedes están hechos un asco y con las ropas en hilachas, intentan pedir ayuda, hacen gestos para que algún conductor sensible se detenga y les llame a una grúa. El conductor escogido pensará que ustedes son un par de asaltantes y decidirá, en medio del pánico, que esta vez no se va a dejar robar su carrito que tanto le ha costado, así que embestirá contra ustedes dos. Se lanzarán de clavado hacia los matorrales al borde de la carretera y con el impacto el lente de la cámara se resquebrajará.
Un par de horas más tarde, finalmente, un gruero se compadecerá de ustedes y aceptará llevarlos a casa por la módica suma de 500 Bs (en su modalidad strong). No habrá tiempo ni dinero para terminar el recorrido porque si llegan hasta Los Teques la tarifa de la grúa sube a 1000, así que en el primer retorno se devuelven. No será la primera ni la última road movie en la que los protagonistas no llegan al llegadero. Como en la vida, hay que aprender a veces a no llegar.
Sacarás tu cámara rota, comprobarás que a la cinta aún le restan un par de minutos vírgenes. Allá abajo está Caracas que a la distancia se ve tan apacible y tan hermosa. Le harás un último plano desde tu asiento del piloto que ahora cuelga en plano inclinado del brazo de la grúa. Le harás foco, con sus luces encendidas que se reflejan en mil destellos sobre el lente astillado. La verás como ve uno a esas mujeres que nos desesperan y nos vuelven locos, nos sacan de quicio, pero que no sabemos hacer otra cosa que quererlas y volver a ellas. Será que eso las hace aún más adorables, y más a uno. Le perdonarás absolutamente todo, la querrás un montón y le darás las gracias. El lente se empaña, se acaba la cinta. Créditos.